jueves, 18 de diciembre de 2008

Asesinados en el Codo del Diablo

En la toponimia nacional hay dos lugares con nombres tan desagradables, que de niño sentía escalofríos al escucharlos: el Cerro de la Muerte y el Codo del Diablo.

Luko Hilje Q. (luko@ice.co.cr)

No obstante, cuando ya de estudiante de biología conocí el primero, me percaté de lo inadecuado de esa denominación, porque en esa localidad de la cordillera de Talamanca uno se siente muy vivo, en tan imponente cumbre a 3451 metros, precedida por gigantescos y hermosos robledales, y un bello páramo como clímax.

Sin embargo, con el Codo del Diablo nunca pude superar el terror que evoca. Se trata de un nombre que posiblemente surgió durante la construcción del ferrocarril hacia el Caribe; eso sí, no percibo la relación de un paraje silvestre con Luzbel, Mefistófeles o Satanás, a quien en nuestro folclor se le ha ampliado la sinonimia a Pisuicas, Patas, Cachudo, Maligno y Cuijen. Pero confieso que mi pánico infantil se acrecentó de muchacho cuando mi hermano Ricardo -entonces estudiante de Derecho- me dio a leer el libro "Casos célebres: casuística criminal", de don Enrique Benavides.

Ello obedeció no a cuestiones infernales, sino muy terrenales y graves, pues aún cuesta asimilar la forma y los supuestos motivos por los que el domingo 19 de diciembre de 1948 -nunca del todo claros, salvo la venganza política, por su filiación comunista directa o indirecta, aunque ya en abril hubiera concluido la Guerra Civil-, seis hombres fueron asesinados a mansalva en ese agreste sitio.

Hoy, a exactos 60 años de distancia de tan crudo episodio, escribo este artículo motivado por varias casualidades acontecidas este año. Una fue encontrar dicho libro en una compraventa, así como la novela "Los vencidos", de Gerardo César Hurtado, que alude al tema, además de una fotografía de ese sitio -que me enseñaran en Turrialba-, dentro de un libro conmemorativo publicado en 1953 por la Northern Railway Company. La foto es harto elocuente; en esta localidad, ubicada en la milla 41, entre Siquirres y Turrialba, se observa una locomotora con su estela de humo, remolcando siete vagones que apenas pueden deslizarse entre el altísimo farallón que flanquea la línea ferroviaria por la derecha, y el talud del muy caudaloso río Reventazón por la izquierda.

Hay una descripción muy vívida de ese punto en la novela "El pueblo de los viejos", del amigo turrialbeño Ramiro Rodríguez; por cierto, dicha obra se centra en un crimen político cometido en Juan Viñas en una época cercana. Justamente, la novela se inicia con la expresión "¡Miren!... ¡Es el Codo del Diablo!", para proseguir diciendo "La vía férrea hacía un ángulo de casi 90 grados, las ruedas de los vagones daban un pequeño salto y se reacomodaban de nuevo en los rieles, en aquel paraje donde el miedo de un descarrilamiento siempre estuvo presente". Cuentan que a veces el caudal del río subía tanto que daba la sensación de que, al tomar tan cerrado ángulo, el tren caería en su cauce; otras veces la vía incluso se anegaba, lo que obligaba a suspender su marcha.

Sus características de recóndito e inexpugnable, lo convirtieron en el sitio ideal para cometer los espeluznantes asesinatos. Porque, ¿quién habría de buscar ahí algún cuerpo o evidencia del crimen o, menos aún, escuchar las detonaciones de armas? En complicidad con el silencio nocturno de la montaña, perturbado de súbito por el macabro tableteo de ametralladoras Niehausen y Reisem, todo estaba planeado para recoger los cadáveres a tiempo y justificar los hechos fácilmente.

Sin embargo, una cuestión fortuita hizo fallar el plan, orquestado desde la capital por miembros del grupo vencedor en la Guerra Civil, con el concurso de autoridades de Limón y los responsables de perpetrar el alevoso crimen. Como los seis prisioneros -sin acusación alguna- de la comandancia de Limón habían sido esposados en parejas durante la travesía del fatídico motocar No. 156 hasta el Codo del Diablo, al ser acribillado y caer en el talud del río, el cuerpo del nicaragüense Narciso Sotomayor Ramírez permaneció allí, pero el peso de su compañero Álvaro Aguilar Umaña haría ceder la esposa, desplomándose éste por la abrupta pendiente, con ambos aros de la esposa en su muñeca. La oscuridad, lo tupido de la vegetación y el temor por las serpientes disuadirían a los criminales de recuperar su cuerpo, lo cual eventualmente delataría su reprochable acción.

Siguiendo la estratagema planeada, el motorista cubano Clarencio Auld Alvarado enrumbó hacia Siquirres junto con el capitán Manuel Zúñiga Jirón y el subteniente Luis Norberto Valverde Quirós -quienes había disparado las ametralladoras, además de que Valverde dio tiros de gracia a Federico Picado Sáenz y Octavio Sáenz Soto-, más Hernán Campos Esquivel, ayudante del motorista. Alegando haber sido víctimas de una emboscada por parte de un grupo insurgente, solicitaron un tren a Limón para perseguir a los supuestos agresores; al arribar la máquina, Auld asumiría su conducción, marginando por completo a los empleados de la Northern, para después recoger los cadáveres y trasladarlos a la capital, y entregarlos a las autoridades gubernamentales.

Al día siguiente, en Limón la noticia corrió como pólvora. Nadie creyó tan inverosímil historia, sobre todo porque ni los cuatro custodios ni el motocar sufrieron siquiera un rasguño de bala, mientras que Sotomayor, Aguilar, Picado y Sáenz, más Tobías Vaglio Sardi y Lucio Ibarra -a pesar de que venían sentados de manera más o menos intercalada con ellos- resultaron fulminados. Además, el cuerpo de Aguilar pronto sería hallado, con la reveladora esposa sujeta a su brazo.

De ahí en adelante todo sería una burda farsa, como lo relata de manera prolija Benavides en su libro, escrito con rigor de abogado y hábil estilo periodístico. Aunque los hechos criminales serían demostrados de manera contundente -resultando sentenciados a 30 años de prisión los asesinos y absuelto Campos, pues era apenas acompañante del motorista y desconocía del todo la diabólica misión-, ocurrieron cosas extrañas, que sugieren fuertemente la complicidad del poder político con el judicial para enterrar el asunto para siempre. Im-pu-ni-dad, esa palabra mágica de los poderosos.

Es más, en su reciente artículo "Memoria histórica: El Codo del Diablo (1948)", publicado en La Prensa Libre (8-XII-08) y Tribuna Democrática (www.tribunademocratica.com), el escritor Alfonso Chase señala que, en indagaciones posteriores, el propio Benavides detectó la sustracción adicional de importantes documentos judiciales, lo cual ya había notado cuando escribía su libro. En síntesis, es muy claro que había proteger y esconder a los autores intelectuales del crimen, ubicados en las altas esferas políticas. Y es eso lo que explica que, para que no hablaran más de la cuenta, a los condenados se les facilitara escapar de la justicia. Fue así como los tres se esfumaron pronto del país y, cuando Zúñiga y Valverde regresaron pocos años después e incluso se les apresó, alguna mano oculta actuó con inusitada presteza para liberarlos y ayudarles a salir de nuevo del país.

Baldón e indeleble mancha de nuestra democracia e historia patria, ese crimen, ejecutado "a impulsos de perversidad brutal" -según reza la sentencia judicial del caso-, enlutaría crudamente la Navidad de seis humildes hogares, acrecentando a partir de entonces su pobreza, debido a la ausencia de los patriarcas que aportaban su sustento. Impunes sus cobardes ejecutores, y largamente ocultos sus muy poderosos autores intelectuales, habrán permanecido insensiblemente tranquilos por 60 años y quizás ya no haya cómo cobrárselos. Pero, como entre cielo y tierra no hay nada oculto y -al margen de los círculos de poder- la historia puede ser tremendamente justiciera, quizás algún día se revele quiénes fueron ellos, para eterna vergüenza de sus descendientes.

http://www.informa-tico.com/?seccion=articulo&edicion=20081217&ref=16-12-08080021

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