sábado, 20 de diciembre de 2008

A 19 años de la ignominia

Por Giovanni Beluche V.
Sociólogo

Faltaban pocos minutos para que el reloj marcara la llegada del 20 de diciembre de 1989, cuando se escucharon las primeras bombas sobre la ciudad de Panamá. Sí, ese país pequeñito y glorioso, el que más veces ha sido invadido por los Estados Unidos de América entre todas las naciones del mundo, volvía a sufrir en manos del ejército más sanguinario de la historia. La aviación gringa descargaba toneladas de explosivos sobre un pueblo indefenso, los artefactos no distinguían entre civiles y militares, simplemente están hechos para sembrar la muerte. Las tropas norteamericanas atacaban desde el aire, con las luces de sus naves apagadas, camuflando su prepotencia y cobardía en la oscuridad de la noche.

En pocas horas el sismógrafo de la Universidad de Panamá registró más de cuatrocientas detonaciones, algunas equivalentes a sismos superiores a los 4 grados en la escala de Richter. La tierra temblaba, la gente lloraba, el barrio mártir de El Chorrillo ardía en llamas con sus niños adentro. El presidente George Bush (el viejo), tan asesino como su hijo, le regalaba muerte y tristeza a los pequeñines que esperaban la llegada de la navidad.

Los soldados panameños y unos cuantos oficiales intentaban hacerle frente a la invasión, a pesar de la desigual demostración de fuerza. Fueron valientes y muchos murieron defendiendo la soberanía nacional, como les ordenaba la Constitución de la República. Fueron los soldados y algunos oficiales, porque el Estado Mayor en pleno salió huyendo como ratas, dejando en abandono a sus clases y tropas. El General Noriega fue el primer cobarde que corrió a esconderse bajo la sotana del Nuncio Apostólico. El machete que antes agitó contra su propio pueblo nunca fue desenvainado, quedó en la historia como el General sin Batallas.

La infantería yanqui sólo se atrevió a entrar en las zonas de combate cuando ya no había respuesta antiaérea. Siempre eludieron el enfrentamiento cuerpo a cuerpo, le tenían miedo a nuestra gente, a nuestros cholos, negros e indígenas, a nuestras mujeres valientes que les tiraban maceteros desde los balcones. No era para menos, en Panamá Viejo se lanzaron en paracaídas y fueron recibidos a balazo limpio, causándoles innumerables bajas que no se atrevieron a publicar.

Cuando entró la infantería venían los tanques adelante y le pasaron por encima a vehículos con familias enteras dentro. Detrás, como gallinas asustadas (no se trataba de jueguitos de computadora) iban los soldados ataviados con chalecos antibalas, cascos de camuflaje y una apariencia de extraterrestres. Si encontraban cuerpos de panameños los juntaban y los quemaban, no querían dejar rastro de su genocidio. Ingresaron a las salas de emergencia de los hospitales y arrebataron de las manos de los médicos los listados de personas fallecidas que iban contabilizando por centenares.

El supuesto país de la libertad de expresión disparó contra la Radio Nacional, además asesinaron al periodista Juanxi Rodríguez de El País de España que trataba de cubrir los hechos. Impidieron a la Cruz Roja hacer su trabajo, condenando a una muerte segura a los heridos. Abrieron fosas comunes donde depositaron cadáveres sin consentimiento de nadie. Años después, al exhumar los cuerpos en una de las fosas comunes se hallaron cuerpecitos de niños, personas que fueron ejecutadas con un tiro en la nuca mientras tenían las manos atadas hacia atrás. Los horrores fueron muchos y están ampliamente documentados y fotografiados.

El 20 de diciembre el barrio de El Chorrillo amaneció consumido por las llamas que los asesinos provocaron, olía a cenizas y a muerte. Dispararon desde el idolatrado Cerro Ancón de la gran poetiza Amelia Denis de Icaza, ubicado a pocos metros. Se habían llevado a los hombres a campos de concentración improvisados en las riveras del Canal. En otros barrios seguía la resistencia, mención especial de San Miguelito, donde el yanqui invasor no pudo entrar hasta días después, cuando habían reducido a los otros pertinaces patriotas.

Mientras mataban a los hijos del pueblo, tres vende patrias se juramentaban en una base militar gringa, no hay que olvidarlos: Guillermo Endara, Guillermo Ford (aunque prefería que le dijeran Billy Ford, casualidad) y Ricardo Arias Calderón. No esperaron ni que los muertos se enfriaran para asumir como marionetas la jefatura del Estado. Pobre país, pasar de las manos de un dictadorzuelo militar a una junta espuria colocada por las tropas de intervención para aplicar el proyecto neo liberal.

Desde esa fatídica fecha las organizaciones populares han exigido la declaratoria del 20 de diciembre como Día de Luto Nacional, no encontrando eco en una Asamblea Legislativa repartida entre los retoños de los vende patrias y los cachorros del dictadorzuelo (también vende patrias). El pueblo panameño ha quedado a la espera de una investigación imparcial, que establezca responsabilidades, que castigue a los culpables por los crímenes de guerra y de genocidio, que indemnice a los familiares de las víctimas y que declare como patriotas a quienes ofrendaron sus vidas por su país.

Nos corresponde contar la historia a las nuevas generaciones, para que no haya olvido ni perdón: por la memoria de nuestros mártires, por la sangre derramada, por el llanto de tantas madres y esposas, por el dolor de los niños y las niñas. Para edificar un futuro mejor, con justicia y equidad, es menester que los panameños construyan una verdadera alternativa popular y patriótica, que haga realidad el sueño de tener un Canal al servicio de los panameños y no para que se sirvan unos cuantos políticos – empresarios.

San José, 19 de diciembre de 2008.

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