El pasado 26 de octubre, refiriéndose a una propuesta de legalizar un anticonceptivo de emergencia conocido popularmente como la “píldora del
día después”, el diputado Fernando Sánchez nos da una muestra de un servilismo propio de los oscuros siglos de la edad media, al declarar en La
Nación: “En el caso mío, que soy católico practicante, donde hay posiciones que el mismo Papa ha externado, yo he sido claro que me voy a guiar por los dictámenes de la Iglesia Católica”.
Olvida el diputado que él fue electo por el pueblo de Costa Rica y solo a éste es a quien debe responder. Como ciudadano, el diputado tiene todo el derecho de profesar el credo religioso de su preferencia, pero al momento de ejercer un cargo público, en especial en el poder Legislativo, cuna de las leyes que rigen a la sociedad, debe hacer a un lado sus creencias personales y ejercer su labor de forma responsable, analizando objetivamente y con criterio propio, basado en evidencias proporcionadas por expertos en la materia, y no limitarse a los mandatos promulgados por el líder de ningún credo religioso.
Las leyes que se emitan en el país deben ajustarse a la realidad nacional, y como ha quedado manifiesto en las últimas semanas gracias a diferentes reportajes en distintos medios de comunicación, los casos de embarazos en adolescentes, la temprana edad a la que los jóvenes se
inician en la vida sexual activa, así como un número de alarmante de abortos, exigen que el Estado ofrezca a toda la población soluciones que abarquen desde una educación sexual integral, así como la distribución de métodos anticonceptivos.
La posición opositora de la Iglesia Católica ante el uso de los métodos anticonceptivos “artificiales” es conocida, y aquellos fieles que quieran acatar las prohibiciones de esta institución pueden hacerlo libremente amparados en su libertad de culto, pero es inaceptable que el criterio de los jerarcas católicos sea impuesto al Estado, cuando estos no han sido elegidos de forma democrática y no están facultados para intervenir en la vida política del país. Como toda institución, la Iglesia Católica está en su derecho de pronunciarse ante los diferentes temas de actualidad, y es la decisión de sus adherentes seguir o no sus recomendaciones, pero su intromisión en política no cabe en un Estado democrático: la línea divisoria entre iglesia
y Estado debe ser contundente.
En cuanto al supuesto efecto abortivo del medicamento en cuestión, deben ser los criterios técnicos de expertos en el tema los que prevalezcan. Tanto la Organización Mundial de la Salud como nuestro Ministerio de Salud se han pronunciado al respecto y han declarado que la píldora del día después no es abortiva, pues su función es inhibir o retrasar la ovulación para evitar la fecundación, o bien cambiar el ambiente uterino a uno que no favorezca la implantación del óvulo fecundado. Dicha implantación es la que médicamente se considera como el inicio del embarazo a pesar de lo que las concepciones religiosas digan. Si el óvulo fecundado ha sido implantado en el útero, no hay ningún efecto sobre éste y el embarazo ya iniciado no será interrumpido, por lo que de ninguna manera constituye un aborto.
Por último, nuestros legisladores deben considerar que no se le está imponiendo a ninguna mujer el uso del medicamento. Lo que se pretende es que tengan la opción de usarlo si así lo consideran, basándose para eso en sus propios criterios morales y no los que pretenden imponer personas
ajenas a su realidad.
Jeudy Blanco Vega
sábado, 8 de noviembre de 2008
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario