sábado, 8 de noviembre de 2008

En el día de nuestra Constitución Política

(al diputado Fernando Sánchez)

Estimado don Fernando:

Leí con mucho interés su artículo publicado en La Nación de hoy, relativo al día de nuestra Constitución. Es imposible no compartir muchas de sus apreciaciones, si bien disto mucho de ver en este documento el dechado de maravillas que hacen desbordar su admiración.

Para empezar, es un documento obsoleto en muchos aspectos, nacido en circunstancias bastante diferentes de las de hoy día. Pero lo más grave no es solo eso, sino la renuencia de tantos políticos a subsanar todas sus deficiencias con la convocatoria a una asamblea constituyente en donde, olvidándonos de parches y remiendos, la colectividad nacional pueda crear un documento más acordes con el mundo de hoy día. Una de las muchas fallas de la actual carta magna, por solo citar una, es la que hace del Estado costarricense un estado confesional, con lo cual muchas de supuestas ventajas derivadas del texto quedan a voluntad y capricho del grupo religioso que hoy nos cogobierna como si fuera otro poder más de la República (el Estado y, por supuesto sus autoridades, convertidos en rehenes de una organización internacional dirigida desde una minúscula y ambiciosa realidad política enclavada en la desgraciada Italia).

Tampoco veo en la cultura hebrea la relevancia que usted le adjudica. Más le debemos a Grecia, a Roma y a todos los pensadores humanistas del Renacimiento y la Ilustración, así como a la cultura científica heredada del siglo XIX. La cultura hebrea ha sido, interesadamente, sobredimensionada; y al lado de la cultura griega clásica resulta pobre, lastimosa y provinciana. Ni qué decir de los llamados ideales de la cultura judeocristiana, muy pocas veces llevados a la práctica. Al extremo de que un gran filósofo como Bertrand Russell llegara a afirmar que el único cristiano digno de ese nombre fue el fundador de la religión que, en todo caso, es un sujeto sobre cuya historicidad existen muchas y muy justificadas dudas: ningún gran historiador contemporáneo o inmediato a su época da fe de su existencia; y lo que hay –aparte de los libros tenidos por sagrados,- son adulteraciones e intercalaciones interesadas en algunos pocos textos de la época.

Por otra parte, adjudicar al judeocristianismo la paternidad del concepto de dignidad humana es dar un salto enorme en el vacío. Un examen objetivo de los libros antiguos y más recientes de la biblia lo que muestra es todo lo contrario del concepto por usted citado. Numerosos son los ejemplos en que la dignidad humana es despreciada, ignorada o totalmente desconocida: el trato que se da a la mujer como mera costilla extraída de Adán (aparte de considerársela como la causa de todos los males): la barbaridad del supuesto Diluvio Universal, en que un dios tenido por misericordioso destruye todo lo existente, incluyendo niños, ancianos, plantas y animales, como si en su “infinita” omnisciencia no pudiese saber de antemano que las supuestas maldades que luego castigaría así iban a ocurrir; los numerosos textos en que incita al “pueblo elegido” a pasar a cuchillo a todos los enemigos de Israel, sin consideración de si se trataba de mujeres, niños o ancianos;los castigos horrorosos que imprime por faltas que hoy consideraríamos mínimas, como eso de ordenar a los padres asesinar públicamente a sus hijos desobedientes; o, ya para no continuar con una lista que se hace inagotable, las incontables ocasiones en que los escritores bíblicos interesados, o Jesús mismo (si lo admitimos como personaje real) amenazan a tantos y tantas infelices con las torturas del fuego eterno como algo sobre lo que no puede caber duda.

Es curiosa su afirmación del párrafo penúltimo. Cito: “Le costó a la civilización occidental siglos de esfuerzos, y aún en pleno siglo XX se vivieron los horrores provocados por filosofías que proscribieron sus ideales cristianos”. Tal parece que se refiere usted –como habría pensado el mismo Bertrand Russell- a la mismísima iglesia de Roma, única por siglos capaz de la autoridad política y espiritual capaz de proscribir tales ideales, admitiendo que no pasaran de ser pura teoría. No sé a qué filosofías se refiere usted, porque la verdad histórica es que los propulsores de tales filosofías –es innecesario citarlas- en la Unión Sovíética, en Alemania, en Italia y en España bebieron en sus orígenes de raíces muy cristianas (y contaron, en mayor o menor grado, con las simpatías y tolerancia del Vaticano). A modo de ejemplo, baste recordar que, en España, lo que hubo entre 1939 y 1975 es bien conocido como nacional-catolicismo; y en cuanto a Alemania, ahora ya resulta imposible ignorar los nexos ideológicos existentes entre la Alemania nazi y el Papado, particularmente durante el período de Pío XII, un papa que a pesar de todo el poder y prestigio que tenía en sus manos, no movió un dedo para salir en defensa de la “dignidad humana” de tantos judíos y otros pueblos no católicos que fueron a dar en los campos de concentración nazis o en sus hornos, simplemente.

Me permito terminar recordándole que ni en los siglos en que el poder de Roma se ejerció casi sin contrapartes políticas o religiosas que le hicieran sombra, hubo el menor interés de dicha organización internacional por hacer valer los derechos humanos de la que hoy pretende ser portaestandarte. Por el contrario, todos los progresos en diferentes campos que hemos logrado particularmente desde el Renacimiento han sido conquistas que han contado con la obstinada oposición de las jerarquías católicas. En realidad, nada ha caído del cielo: todo se ha logrado con el esfuerzo, el sacrificio y la tenacidad de los seres humanos y siempre con la oposición de la iglesia romana. Usted como jurisconsulto reconocerá que la mera idea de la tortura y la pena capital como parte del procedimiento judicial es algo tenido hoy día por execrable y atentatorio sin duda contra la tan traída “dignidad humana”. Pues bien, durante sus muchos siglos de existencia la jerarquía romana no vio en ella nada que fuera atentatorio contra dicha cualidad inmanente e irrenunciable de cualquier ser humano. Y no fue un papa, ni siquiera un simple religioso el que abogara por su eliminación sino un simple abogado –César Beccaria- el que con su obra “Los delitos y las penas” (1764) logró humanizar la impartición de justicia, en tiempos en que en el mismo Estado Pontificio (un tercio de Italia, existente hasta 1861) se seguía sin saber qué era eso de “dignidad humana”.

Discrepo totalmente de su afirmación de que los ideales de libertad, justicia, solidaridad, civilidad, paz y fomento de la cultura deriven de ideal judeocristiano alguno. Si así hubiera sido, ya desde los siglos dorados del cristianismo (buena parte de la Edad Media) habíamos vivido en esa especie de Jauja que usted celebra. No habría habido necesidad ni del Renacimiento, ni de la Ilustración, ni de la Revolución Industrial ni de los grandes movimientos político-sociales de los siglos siguientes, sin los cuales sería imposible entender el mundo contemporáneo…incluso nuestra tan celebrada Constitución Política.

Disculpe el haberme extendido tanto. No era mi pretensión sembrar cátedra de nada. Tan solo ejercer este derecho de expresión limitado que aún nos permite nuestra reverenciada Constitución Política…de 1949.

Reciba mi cordial saludo,


Hugo Mora Poltronieri, M. Sc.
Profesor ad honórem
Escuela de Filología, Ling. y Lit.
UCR
Céd. 1 267 396

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